jueves, 4 de septiembre de 2008

Jose Trinidad Reyes


De las entrañas de la tierra, un enero de 1835, emergió un feroz rugido que todo lo sacudió. Repentinamente una lluvia de polvo comenzó a caer sin tregua sobre Tegucigalpa, el sol desapareció y la oscuridad cubrió la ciudad. ¡Es el fin del mundo! ¡El día del juicio final! gritaba la gente, corriendo despavorida hacia los confesionarios en las iglesias, con candelas de pino en la mano para no atropellarse en aquel tropel de pánico. Los sacerdotes tampoco sabían qué hacer ante semejante tumulto de pecados por absolver. Pero entre el escándalo y los golpes de pecho, un cura de negra sotana, mestizo de mediana estatura, labios burlones y piadosos, con la voz enérgica de la razón impuso calma y dijo a la multitud: "No se aflijan ni den escándalos; no es el día del juicio, sino un volcán cercano que ha hecho erupción; el peligro ha pasado y el polvo dejará de caer dentro de poco tiempo". Era José Trinidad Reyes, presbítero hondureño que entrelazó el ejercicio del púlpito con las artes, el cultivo y enseñanza de las ciencias, y una militancia política del lado de las ideas más liberales, por las que fue perseguido y detenido en alguna ocasión. Aquel afán civilizador del padre Reyes dejó a Honduras su primera Universidad (la actual Universidad Nacional de la que Trinidad Reyes fue su primer rector en 1847), y la herencia de una importante tradición teatral todavía presente entre nosotros.


Pese a esto, la vida y obra de Trinidad Reyes son poco conocidas y pobremente divulgadas entre las nuevas generaciones. Su retrato y su nombre sólo se miran en los murales que los niños de las escuelas construyen todos los años cuando llega el 15 de septiembre, fecha de la independencia de Centroamérica. Entre ribetes de color azul y blanco aparece el padre Reyes junto a otros importantes personajes de la Independencia. (Es curioso que los héroes de hoy fueron los villanos y sediciosos del ayer, algunos incluso asesinados, como Francisco Morazán -y Sócrates- por perturbar la moral y corromper al pueblo con sus ideas). En esas fechas suele haber tanto ruido de tambores y trompetas que pocos maestros se toman la tarea de explicar, a los niños y jóvenes, el significado que las vidas de esos personajes de los murales tienen para nuestro presente. Es lo que ha ocurrido sobre todo con José Trinidad Reyes.



Señala Octavio Paz que para la mayoría de frailes y monjas de la colonia el claustro era una carrera, una profesión. En el caso del padre Reyes fue donde buscó y halló el reconocimiento y las oportunidades de formación que su condición de mestizo le negaban, en un tiempo donde la educación era patrimonio exclusivo de españoles criollos y nobles. José Trinidad Reyes había nacido en Tegucigalpa en 1797; su padre, un maestro de música, le enseñó lo básico del oficio, lo suficiente para que ganara el puesto de ayudante del Maestro de Capilla en la catedral de León en Nicaragua, donde perfeccionó sus habilidades de músico, mientras estudiaba en la universidad. Fue entonces cuando decidió entrar en la Orden de los Recoletos, ordenándose de sacerdote en 1822. Pero en 1824 la anarquía se desató en Nicaragua; los Recoletos fueron expulsados y tuvieron que emigrar a Guatemala, uno de los centros culturales más importantes de la colonia, donde Reyes luego de una larga odisea burlando los cerrojos de clase impuestos a su origen plebeyo, finalizó su formación humanista y religiosa.


El padre Reyes regresa a Honduras en 1828, con permiso de sus superiores para una temporada cerca de su familia. Al año de su llegada es testigo de la revolución liberal de 1829, que suprime las órdenes monásticas en Centroamérica. Reyes queda entonces como sacerdote secular. Imposibilitado para regresar a Guatemala, pone su residencia definitiva en Tegucigalpa, que hasta su muerte en 1855 sería el escenario de su abundante actividad religiosa, cultural y artística. Lo que fue una desgracia para las órdenes religiosas -comenta Ramón Rosa, un bohemio intelectual de más tarde en el siglo- resultó una fortuna para Honduras.


En el caribe hondureño los meses que preceden a la Navidad son meses de mucha lluvia: una feliz llovizna que torna agradable a un clima desaforadamente caluroso gran parte del año. También por estos meses la gente en el campo y la ciudad -incluso en los lugares más remotos- suele reunirse para representar las pastorelas o posadas, una tradición teatral de la Europa Medieval, que desde el México colonial fue difundiéndose por toda Centroamérica. Pues bien, el padre Reyes tiene el mérito de haber traído a Honduras esa antiquísima tradición teatral, poniendo los cimientos para el aparecimiento posterior del teatro. Han sido las pastorelas que él mismo escribió y musicalizó su obra más representativa y conocida. Su originalidad fue haber adaptado ese formato teatral a la cultura propia del campo y la ciudad hondureños, y haber utilizado ese esquema para referirse artísticamente a las situaciones sociales y políticas de su tiempo. Reyes representaba estas pastorelas en las iglesias de Tegucigalpa. Actualmente teatro la fragua ha adaptado algunos de los diálogos pastoriles del padre Reyes en su obra Navidad Nuestra, que también se representa en las iglesias de Honduras, y que con el tiempo se ha convertido en un clásico del teatro hondureño contemporáneo por su mezcla armoniosa de las diferentes tradiciones presentes en la Navidad hondureña.


De estas pastorelas la más lograda poéticamente lleva el nombre de Olimpia. El nombre probablemente está inspirado en la feminista francesa Olimpia de Gouges, asesinada por su lucha para la igualdad entre hombres y mujeres en la Revolución Francesa. Supongo que Trinidad Reyes conocía la historia de aquella mujer porque él mismo, y en esto se adelantó con escándalo a su tiempo, fue un polemista a favor de los derechos de la mujer (los personajes femeninos de sus pastorelas son mujeres con mucha voz). Es celebre un escrito suyo aparecido con el seudónimo de Sofía Seyers, todo un manifiesto feminista, donde Reyes aboga porque se cumpla en las mujeres el derecho más elemental de la educación. Muchas de las ideas expresadas por Reyes en ese artículo están inspiradas en las socialistas francesas y en las ideas ilustradas de la Revolución Francesa, de las que el padre Reyes en su faceta política fue un gran divulgador.


Por su talante afín a la Ilustración, y a lo mejor del humanismo y arte religioso, el padre Reyes estaba convencido de la importancia de las artes (del teatro en particular) como instrumentos para civilizar y hacer progresar a las naciones. Durante su vida en Tegucigalpa libró grandes batallas contra los excesos del fanatismo y la superstición política y religiosa. A Tegucigalpa dio su primer piano, su primera imprenta y su primera biblioteca; ayudó y consoló a las víctimas del cólera asiático; fue un luchador contra la pobreza y sus causas, asistiendo a los pobres e insistiendo en su derecho a la educación no sólo en asuntos de la fe, sino también en asuntos más mundanos como la cultura y las ciencias. Un cura liberal que no veía ninguna contradicción entre jugar a las cartas o al billar y predicar sobre las virtudes a las que todo humano debe aspirar.


Reyes no tuvo el porte de una Sor Juana Inés de La Cruz -o de un Rubén Darío con quien desigualmente han querido compararlo-, en el sentido de la influencia que la vida y obra de sor Juana y Darío han tenido no sólo para México o Nicaragua, sino en la cultura del mundo en general. Trinidad Reyes tuvo un talento modesto y la influencia de su obra no salió -ni ha salido- del espacio doméstico hondureño. Sin embargo, en la sencillez y modestia de sus talentos, representó una gran luz de arte, ciencia y cultura para la Honduras de aquella época, algo parecida a la nuestra en pesares, desengaños, y esperanzas, necesitada también como la nuestra de creatividad y nuevas ideas. A los intelectuales dejó una universidad y a los artistas hondureños la esclarecida convicción de las artes como un Monte Tabor donde las personas se transfiguran y transforman su mundo.

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